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La Historia Paranoica

CAPÍTULO 26: EL CLARO DE LAS SORPRESAS

CAPÍTULO XXVI.

 

 

Ya llegando arriba, Eric adivinó que aquello era una trampa. Era un agujero real que habían hecho en su lecho. Fuera quien fuera el traidor, lo pagaría. Su plan estaba trazado. La escalada había sido tan larga que había hecho un montón de amigos. Del agujero salieron a una con Eric mil y pico topos, gusanos, culebras, fósiles, que tenían un hambre voraz. Eric les indicó la dirección en que se hallaba la salida y descansó un rato. Al salir afuera vio el espectáculo más cruento, sangriento y petrificante que jamás imaginara. Los bichos retozaban en las entrañas de toda criatura viviente y rasgaban todo tejido mientras devoraban todo órgano comestible (o sea, todos). De modo que Eric quedó solo. Entonces decidió que la visita había concluído, y dando media vuelta, se dirigió hacia el "Claro de las Sorpresas".

 

Eric alzó la vista. Se estaba poniendo nervioso. Sabía que en los proximos instantes todo acabaría, ya fuera para bien o para mal. El futuro de la existencia estaba en su mano. Pero tenía que darse prisa, pues la Ensangrentada estaba hambrienta y no tardaría en saciar sus necesidades. Eric echó la mirada atrás. Recordó todas sus ya pasadas aventuras, sus pruebas, sus batallas. Si ahora flaqueaba todo habría sido en vano. Por último miró a la Luna, que aun siendo de día resplandecía más que el sol. Se juró a sí mismo que esa no sería la última vez que la vería, y decidió que valía la pena morir para que el resto del mundo la contemplara.

 

El camino hacia el castillo era recto. Ya no había recovecos ni monstruos ni tuneles ni montañas ni nada. Solamente un camino recto al que llegaría nada más atravesar el claro en el que se hallaba. Entonces su cerebro envió mediante un nervio motor un estímulo a uno de sus músculos. Este se contrajo y se produjo el movimiento. Su pierna derecha avanzó un paso. Una vez que hubo dado el paso a escasa distancia de donde estaba Eric un elfo pasó a toda velocidad montado en su jaca, con tan mala suerte que tropezó con la pierna de Eric y cayó al suelo. El golpe fue mortal. Eric, inalterado, reparó en el hermoso animal que su fortuna le había brindado, así que lo montó, extrajo su espada, y se dispuso a reanudar la marcha.

 

Cuando el bicho empezó a moverse, ocurrió algo inesperado: un orco que vigilaba el claro chocó contra el único árbol que se hallaba en él y entró en coma profundo. Eric, algo aturdido por lo que acababa de ver y por la mueca de dolor que reflejaba el orco, desmontó y se acercó. Inmediatamente le llamó la atención el brillo de un extraño metal que lucía sobre el inerte cuerpo de la criatura. Vio que se trataba de una coraza muy parecida a la que recibiera él por su cumpleaños muchos años atrás y que había sido robada por un orco. Pensó un momento. Orco, coraza, cumpleaños, robo, Ensangrentada... Esta última palabra fue la que más sugerente le pareció. Después de una megamasacre con el pobre orco Eric había matado dos pájaros de un tiro: la Ensangrentada se había calmado de momento y tenía una armadura para la lucha.

 

Montó en su jaca con su armadura y su espada y volvió a gritarle para que se moviera. Entonces avanzó unos pasos. Bastaron tres o cuatro para que ocurriese algo insospechado: dos vikingos aparecieron cada uno por un lado del claro y se abalanzaron el uno sobre el otro. El choque fue tan violento como incompatible con la vida, de modo que dos cadáveres cerraban el paso a Eric. Eric desmontó. Se acercó. Uno de los dos cuerpos lucía un hermoso casco con dos cuernos. Eric se lo probó, con tanto entusiasmo que se lo puso al revés. "¡Aaaah!" - gritó al ver manar su sangre de dos agujeros que le dejaron sendas calvas. Luego se puso bien el casco y reparó en que existía una explicación para sus profundas heridas: los cuernos del casco eran de ciervo del norte. Pero el caso es que le quedaba muy bien. Se volvió hacia el otro cuerpo. No parecía que tuviera nada de valor. Al registrarlo Eric encontró una piedra de uranio que como no le servía de nada, se la dio de comer a su montura, la cual comenzó a desfigurarse hasta que se transformó en lo que parecía ser un Porxe 959´71 Cupé con frenos Ahíbaese y cinco puertas, a pagar en incómodos plazos. Eric sacó la calderilla que llevaba y pagó el primer plazo. El coche era suyo. Tomó las llaves y dio al contacto. Entonces, para sorpresa de Eric unos pedales de bicicleta con reflectantes asomaron bajo sus pies. Como de todas formas no tenía gasolina no le importó que le hubieran puesto ese accesorio al coche. Lo que sí le importó fue que al empujar el pedal y ponerlo en marcha cayeran al suelo las piezas grises metalizadas de la carrocería y quedará al descubierto el triciclo que ocultaban. Intentó perseguir al cobrador para reclamar, pero éste fue más rápido y no tardó en desaparecer tras unos arbustos. Entonces Eric pensó que valía la pena clamarse. A fin de cuentas el triciclo no era tan antiguo: tenía radio-caíste con occipital extraíble, barras laterales de protección, elevalunas hidráulico (el problema era que tenía que cargar con la central hidraúlica, incluidos el salto de agua y el pantano), y tenía un campo de tenis en la parte trasera. Vamos, que no estaba del todo mal.

 

Empezó a pedalear cuando, de repente, un mago que viajaba en una nube perdió el equilibrio y cayó sobre unas ramas secas que estaban dispuestas verticalmente y cuyas puntas eran impresionantes. El pobre mago perdió en la caída su sombrero de copa, que contenía toda su magia, y nada pudo hacer para evitar que las ya mencionadas y repito, impresionantes, puntas de rama penetraran sin remedio hasta hacer contacto con todos y cada uno de los órganos vitales de su cuerpo. El caso es que el sombrero de copa cayó a las manos de Eric. Primero se tomó la copa y luego procedió a examinar el sombrero por dentro. Allí encontró un escudo, tan bonito y reluciente que se lo quedó. A todo esto decidió abandonar el triciclo, pues le era muy molesto, y cuando encontró al cobrador le obligó a que le devolviera su jaca.

 

Cuando llegó al final del claro Eric poseía, aparte de su jaca, su espada, su armadura, su escudo y su casco un ayudante con su mula, una libreta para que éste apuntara los golpes que se anotara cada uno en la batalla, un libro sobre cómo acabar bien una historia, un pasaporte para la eternidad, una cubertería de plata rebañada en oro de ley (que era ilegal), un viaje de ida y vuelta para que visitara a su futurólogo particular, un pin de los caballeros del sobaco, un muñequito de la guerra de las nebulosas que decía: "Que la juerga te acompañe", el primer fascículo de una colección de mariposas escandinavas y una muestra real de titanio enriquecido con positrones. Realmente era su día de suerte. El claro quedó lleno de masas humanas y la Ensangrentada se empachó. Sin embargo, a la salida del claro estaba el típico mendigo gorroneando cosas y Eric le dio todo lo que había cogido a partir de la libreta.

 

Ahí estaba el camino. Sólo tenía que seguirlo y ya la suerte estaría echada. Aunque Eric no lo sabía, estaba frente a la puerta trasera del castillo. Por la puerta principal no dejaban de salir ejércitos que partían con la misión de destruir todo lo que se encontraran. Eric ignoraba que era ahora responsabilidad suya el acabar con el jefe de los ejércitos antes de que el mundo fuera destruido. A decir verdad, después del paso de Eric pocas cosas quedaban ya por destruir. Lo cierto es que sólo quedaba su aldea, que se preparaba bajo el mando del arrepentido Arteniain para defenderse hasta que le llegase la muerte o hasta que Eric lograra su propósito. Estaba, pues, a las puertas del triunfo o del fracaso, a un paso de la gloria y de la muerte, con un pie en el suelo y el otro tambaleándose sobre los infiernos.

 

¿Y Tarantizno? Tarantizno esperaba. Veía acercarse a Eric. Reconoció al rival que el destino le había hecho encontrar. No cerró ninguna puerta del castillo, no dejó ningún guardia. Lo que tenía que acontecer era entre Eric y él, nadie más. No tenía más arma que el poder que se decía que poseía y su tridente, legado del mismísimo Satanas. Eric tenía la Ensangrentada pero, ojo, tenía también el anillo, y eso hacía temblar a Tarantizno. Este preparó su caballo negro como la noche y salió al patio de su castillo, desde el cual le pareció ya oír el paso decidido del animal de montura de Eric. Este entró y fue recibido por Tarantizno. Ambos guardaron las formas y pasaron al interior del "Salón del Destino", que era el campo neutral de batalla homologado para estos casos.

 

Y se hizo la noche...

 

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